miércoles, 19 de diciembre de 2012

Volver al hogar

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Esta,  tal vez,  sea una nota personal que se deja colar en este blog porque yo creo (erróneamente quizás) que es el lugar que le corresponde.
Mi periplo de este año 2012 ha llegado con felicidad a su final. Como siempre, continuaría dando vueltas, me iría de aquí a cualquier otro rincón de la tierra, seguiría subiendo y bajando de aviones; pero, creo que eso tendrá que esperar un poco. Por ahora he vuelto a mi rincón. Iluminado como siempre por el sol de Paris, una ciudad que nunca deja de sorprenderme y a la que volveré tanto como pueda. Deslumbrado con la historia de Berlín y su belleza de hoy día; divertido de Ámsterdam y su aparente descontrol de hippies y locos. Maravillado de la belleza serena y apacible de Bélgica y fascinado con Santa Fe de Bogotá, una ciudad a la que no le falta nada para ser la gran capital de Latinoamérica.
No fue un regreso feliz, porque enfermé al llegar a casa, pero esas cosas no se cuentan. Prefiero, una vez más, decirles que por razones de plantilla pre diseñada, este blog se lee mejor de “atrás pa’lante” es decir, buscando en el índice, a la izquierda, la última entrada correspondiente a la ciudad que usted quiera ver y leer desde allí en orden ascendente. No es complicado aunque parezca. Prefiero también darles las gracias por volver a visitarme después de un receso tan largo y decirles que,  viajar a cualquier lugar que sea posible hacerlo, es el único placer de  esta vida que nos pertenece en exclusividad y nadie, nunca, podrá quitárnoslo (lo bailao tampoco, pero esa es otra historia)
Voy a poner en descanso este blog por un buen rato. Tal como están las cosas, no sé si el 2013 será un año para volver a viajar, pero habrá que intentarlo. No me iré de aquí, sin embargo, sin reservarme un espacio para decirle a Claudia que mis días en Bogotá, en su casa, con su hijo y con Fran siguen siendo un recuerdo maravilloso del que atesoro cada segundo vivido. Sé que es un asunto exclusivamente mío, que no debería compartir con mis escasos lectores mayores detalles; pero no puedo evitarlo. Todo el “mes y pico” que pasé en Europa este pasado verano, fue grandioso, como siempre. Pero, la guinda del postre la pusieron los Groff. Son unos campeones en eso de darle afecto y diversión a todo el que llega a su casa. Me siento muy privilegiado de tenerlos como amigos y eso se dice públicamente. ¿Por qué no?
Hasta la próxima. Tal vez las nuevas entradas sean sobre Margarita o Los Cayos, o tal vez no haya entradas en un buen rato. Nunca se sabe. Podría volver a Paris y entonces descubriría sabe Dios qué rincones ocultos. Por ahora, “se va la audición”, gracias por leerme; vuelvan cuando quieran. Hay mucho por leer y mucho por descubrir en esta paginas de cuentos y caminos.

“EL” Ajiaco Santafereño

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Es mucho lo que se puede hablar de Bogotá. Estoy seguro que en el reporte de este blog, se me quedaron sitios sin mencionar y lugares sin mostrar; por suerte, Bogotá está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, ya volveré cuando pueda.  Pero, lo que si no dejaré de mencionar, por ningún motivo es esa delicia de la gastronomía esencialmente cachaca llamada Ajiaco Santafereño.
Es básicamente una sopa de papas y pollo, pero yo no sé que le hacen que es una de las cosas más ricas que he comido en mi vida. A ver: Según me explicó la señora que lo hizo, una mujer buenísima que es pariente de Claudia, mi anfitriona (entre ambas convirtieron la casa que Clau tiene en La Candelaria, en el lugar más bonito y más acogedor de este mundo, gracias al ajiaco) consiste en poner a cocinar pechugas de pollo con todos los tipos de papa que puedan encontrarse (secreto de cocinera: ella me dijo que le ralla algunas papas crudas, unas dos o tres, para darle mejor consistencia) los condimentos típicos: sal, pimienta, cilantro y esas cosas. Mazorcas picadas en pedazos grandes y unas hojas que se llaman “GUASCAS” sin las cuales es imposible que un ajiaco tenga el sabor del ajiaco. Eso se deja cocinar casi hasta que las papas se han “desmasatado” pero conservan su forma (si las papas son muy grandes, se pueden cortar en pedazos). El pollo se retira, y se desmecha muy bien y entonces, el ajiaco se sirve con la prosopopeya de los grandes platos, pero conservando ciertas formas:
La sopa se lleva a la mesa en sopera grande, para permitirle a los comensales que se sirvan cuanto quieran. En bandejas aparte, se sirve el pollo desmechado, arroz blanco puro (no se le agrega nada más que sal) crema de leche espesa (alguna de esas que los andinos conocemos bajo el nombre genérico de “natillas”), alcaparras y aguacates pelados y cortados en tajadas. Cada comensal hará lo que mejor le parezca; pero, jamás he visto a nadie agregando pedazos de aguacate dentro de la sopa.
Lo “políticamente correcto” es terminar de preparar el plato en la mesa y dejar el aguacate (yo siempre dejo el aguacate y el arroz) como acompañantes. HAY que agregarle pollo a la sopa, alcaparras y - el que tolera la lactosa - un par de cucharadas de crema de leche. Cada comensal recibirá además un pedazo de mazorca en la sopa. Puede tomarla directamente de allí e irla comiendo. Si su decisión, como la de casi todo el mundo, es dejar el aguacate y el arroz por fuera, no los considere un segundo plato; está bien ir comiéndolo simultáneamente con la sopa. Al terminar, es probable que se haya conseguido el camino al paraíso.
No hay mejor manera de despedirse de Santa Fe de Bogotá, y sus muchas bondades y bellezas, que sentados en una mesa con amigos a quienes consideras familia, comiendo Ajiaco Santafereño hasta reventar. Eso es la gloria.

Museo Iglesia de Santa Clara

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Si antes del siglo XIX, a alguna muchacha se le ocurría la genial idea de entrar a este sitio, salía de allí “con los pies para adelante”. No había otra alternativa. Las Clarisas Santafereñas, una orden religiosa fundada en el siglo XII según las doctrinas de San Francisco de Asís adaptadas a las mujeres, no podían ser vistas ni podían tener contacto con ninguna persona del exterior, desde el día que llegaban al convento hasta el día de su muerte. Al convento, por cierto, llegaban siendo unas niñas, en calidad de religiosas; a cualquier edad más o menos adolescente en calidad de “donadas” , (para prestar servicios a la congregación), o en el momento aciago en que la vida las convertía en viudas, a cualquier edad.
Estoy hablando del Museo Iglesia y Convento de Santa Clara, sede del Museo de Arte Colonial y espacio para exposiciones de Arte Contemporáneo, que entre las varias que se pueden visitar en la zona de La Candelaria es, sin duda, una de las que conviene mencionar, y ver; pues se le considera uno de los patrimonios coloniales más importantes de Colombia. No en balde, es una de las pocas edificaciones religiosas que perduran, de las que pertenecían a comunidades religiosas femeninas del periodo colonial y tiene una colección notable de maestros del siglo XVII y una inmensa cantidad de grabados, retablos, esculturas y relieves, que están talladas y recubiertas en hojilla de oro de 22 quilates y son, realmente, una maravilla. El techo es uno de los trabajos más cuidadosos que yo he visto en toda mi vida (no quedó milímetro que no fuera decorado) y la abundante pintura mural esparcida en los coros, el presbiterio el arco toral y la sacristía, tiene motivos de ángeles, santos, flores, animales y frutas tropicales, restaurados a un nivel de perfección increíble.
Estaba en exhibición una serie de obras de un pintor modernísimo y muy interesante que trabaja con hojilla de oro y otros materiales similares en formato mediano, una exposición muy bien montada que creaba un ambiente bastante interesante por decir un lugar común pues además tuvimos la suerte de tener el Museo para nosotros solos.
Luego recorrí las pocas instalaciones del convento que pueden verse y entendí que, vivir encerrado entre toda esa belleza en medio del aburrimiento del siglo XVI no ha debido ser tan malo. Hay que ver las celdas y los recovecos!!!
 
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Un museo para Botero

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Quizás sea uno de los más grandes artistas latinoamericanos de finales del siglo XX e inicios del XXI. No lo sé, lo imagino, pero ese tipo de cosas suele arreglarlas la historia y no sé si veremos a Don Fernando puesto en su lugar entre los grandes. A mí me basta con saber que es uno de mis súper favoritos. En mis tiempos de Caracas iba al MACSI, por horas, a contemplar La Putica, una obra que estaba al pie de una escalera divinamente puesta e iluminada.
Pues bien, resulta que Fernando Botero, ese gran pintor y escultor es colombiano, de Medellín para ser más exactos y su obra está bastante relacionada con su tierra aunque no es localista. Digamos que está relacionada emocionalmente, o no hay otra forma de comprender el jardín de esculturas que donó a Medellín (entre otras cosas) y el estupendo museo que alberga su colección donada a Bogotá. Son 209 obras, 198 de él y el resto de algunos de sus amigos (grandes nombres por cierto) que Botero regaló a la ciudad de Bogotá, con algunas condiciones entre las que destacan que la entrada a la exhibición TENÍA que ser gratis y que la ciudad o el estado colombiano tenía que proporcionar un espacio idóneo para la permanente exposición de su donación en perfecto estado.
Ambas cosas se cumplen con creces. El Banco de la Republica (equivalente al Banco Central de Colombia) recipiendario y garante de la colección, se ha disparado unos espacios para albergarla y le ha hecho el homenaje de una museología que, mejor dicho….que cosa tan divina ala!!! Es un museo en toda regla donde pueden verse obras de todos los periodos del gran Botero, tanto en oleos, dibujos como esculturas. Verdaderamente un regalo visual que agradecen los bogotanos. Ese día que fuimos, estaba repleto de gente que recorría la exposición con mucho interés y realmente eran personas de todo “estrato” gozándose su cosa. Es una maravilla.
 
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sábado, 1 de diciembre de 2012

El Centro neurálgico del poder

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Colombianos las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad.
Francisco de Paula Santander
 
Caminar los alrededores de la Plaza de Bolívar o mejor dicho, caminar por las calles que forman el Centro de Bogotá, en realidad es contemplar  edificios, palacios y antiquísimas construcciones que rebosan tanta historia, como en cualquier país del mundo, cualquier palacio que haya conocido de poderosos y poderes. Lo que sucede, o al menos lo que me sucedió a mí, es que parte de esa historia es tan terriblemente dolorosa, tan  reciente y tan extraordinariamente aleccionadora, que uno no puede más que preguntarse ¿cómo se puede volver a vivir bien, después de tanto dolor?
El Capitolio Nacional, la Catedral Primada de Colombia, la Casa del Cabildo Eclesiástico, la Capilla del Sagrario y el Palacio Arzobispal, el Palacio Liévano, sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá y el Palacio de Justicia, rodean la Plaza de Bolívar. Detrás del Palacio de Justicia, y medio escondido, se encuentra el Palacio de Nariño (sede de la Presidencia de la Republica) y un poco más allá el Teatro Colón, la sede de la Cancillería y El Banco de la República.
Pues bien, la historia republicana de Colombia, escrita en cada uno de estos edificios, está también, en estos mismos edificios, manchada por el horror de la violencia, ensañada contra la ciudad hasta hace no mucho tiempo. Basta con recordar el incendio que acabó con el Palacio de Justicia, después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, o el más reciente y oprobioso ataque que el M-19 perpetró contra el mismo edificio el 6 de Noviembre de 1985, en donde murieron 98 personas. Algunos terremotos, algunas revueltas menores y enfrentamientos que han amenazado la casa de Nariño y la convivencia pacífica de los colombianos, están desgraciadamente escritos en la historia de esa hermosa cuadra. Por eso es difícil que uno no deje de  impresionarse con como se ha restituido la belleza, la que va mas allá de la arquitectura, la de una gente que se dirige a uno con amabilidad y decencia. La de las sonrisas. La de una gente que está dispuesta a muchas cosas para vivir realmente en paz y parece estar lográndolo.
 
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La Catedral primada

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De entre las cosas que me gusta rescatar de los viajes por Latinoamérica, hay una en particular que me emociona; que me emociona siempre y mucho: nuestras iglesias, no importa lo antiguas, no importa lo recargadas, no importa su ubicación o su estado de conservación, son sitios vivos. Lugares donde feligreses de toda clase social escuchan misa, se postran en oración, pagan promesas, en fin, hacen contacto real y verdadero con Dios.
En la Catedral Primada Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción de Bogotá, o Catedral Primada de Santa Fe de Bogotá, tanto título, tanta prestancia, tanto lujo y tanta belleza no cambia las cosas: cuando llegamos a visitarla, un sacerdote pronunciaba su homilía sobre un tema que, probablemente en Colombia, sea recurrente en cuanto pulpito exista: la necesidad de vivir en Paz.
Situada, como corresponde a la planta colonial latinoamericana, en el cuadrante que forma el centro neurálgico del poder, la Catedral de Bogotá (abreviémosle el nombre) es una de las iglesias más bonitas que se encuentra en este lado del mundo: conformada por una planta clásica basilical en forma de cruz latina que ocupa un área de 5300 metros cuadrados, con una nave central y dos laterales de la misma altura, cuenta con un altar mayor y 14 capillas: 7 en la nave sur, 6 en la nave norte y una frontal en la nave central, las cuales se complementan con el coro y dos sacristías. La linterna y cúpula se localizan en el cruce del transepto con el crucero, sostenido por cuatro pechinas y decorada en forma de media naranja, con color azul índigo y trece lenguas de fuego.
La fachada está dividida en dos cuerpos. El primero está compuesto por ocho pilastras de orden Corintio que suben hasta el arquitrabe, friso y cornisa, también de orden dórico; el segundo cuerpo es de orden jónico y se adorna por ocho pilastras. Tres esculturas elaboradas por Juan de Cabrera adornan la parte superior de cada puerta: la puerta del norte San Pedro, la puerta del sur San Pablo y el frontis la Inmaculada Concepción con dos ángeles a ambos lados en actitud de coronarla; encima de esta última se remata la fachada en un triángulo isósceles adornado con endentado, molduras de orden jónico y sobre ella una cruz pontifica de dobles brazos, y debajo de la estatua, sobre el dintel de la puerta principal se lee en una loza de mármol blanco la inscripción: «Bajo el título y patrocinio de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, Santafé religiosa prosperará. Año de MDCCCXIV. Arquitecto Fray Domingo de Petrés, capuchino.».
Esta descripción, que encontré en una guía, cuenta todo lo que uno debería saber; aunque yo insisto que no hay mejor descripción, que la de los ojos de cada quien, que normalmente ni son tan cultos ni aprecian con tanto detalle los cuantiosos ornamentos de una iglesia, que siempre parece estar repleta de fieles a quienes casi les molestan los continuos flashes de los turistas. Cosas de Dios!
 
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Una plaza para el Padre de la Patria

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Yo soy venezolano. A pesar de lo desvencijado que anda este país en estos tiempos,  y de la casi total inexistencia de sitios y/o edificios que nos sirvan de referencia histórica, a mi me gusta mi país, menos cada día, pero me gusta. Me gusta su historia porque es la mía y me gustan algunas de las cosas que todavía pueden exhibirse. Pero, carajo!….el centro de Bogotá, lo único que puede producirle a cualquier venezolano de bien, es una dosis casi insoportable de envidia. Dios del Sinaí, perdóneseme el chauvinismo, pero Simón Bolívar, el Libertador y Padre de la Patria nació en Caracas. ¿Cómo es que nosotros hemos maltratado tanto su memoria? ¿Cómo es que los colombianos exhiban con tanto garbo la primera estatua que se erigió en el mundo a su grandeza? ¿Cómo es que ese espacio tan hermoso que es la Plaza de Bolívar de Santa Fe de Bogotá, solo sirve para que los bogotanos paseen, los turistas hagan fotos y la gente, esa gente por la que Bolívar se esforzó tanto, tenga espacios de disfrute? ¿Cómo lo lograron?
La historia de la Plaza de Bolívar, es larga y tortuosa; está allí desde 1536 más o menos, y sirvió para ejecuciones, para pozos de agua, para fuentes ornamentales, para mercado de campesinos y para muchas otras cosas, pero, cuando entendieron que el genio de Bolívar (si, y repito que no me preocupa el lugar común que acabo de escribir) necesitaba ser ensalzado, apenas unos años después de su muerte, en 1846, acomodaron un pedestal, mandaron a hacer una estatua (creo que es la única que enseña al hombre y no al guerrero, lo cual no está mal) y desde entonces la llamaron Plaza de Bolívar: un enorme espacio adoquinado en el que no hay otra cosa que Don Simón y una colección de edificios, palacios y sitios de gran belleza que lo rodean; Todo,  en un estado de limpieza y pulcritud que ya quisiéramos nosotros para una fecha patria.
De nuevo me disculpo si ofendo a alguien, pero la dignidad de la Plaza de Bolívar de Santa Fe de Bogotá, protegida por ley (Es Monumento Nacional de Colombia desde 1998) y por la decencia de su gente, debería llenar de vergüenza a los venezolanos que han convertido la mayoría de nuestras plazas en galleras de imperdonable inmundicia.

El Museo del Oro

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De las cosas que sorprenden, cuando se hace turismo en Bogotá, es que la mayoría de los sitios más importantes, mejor cuidados y hermosos, se le deben a la decisión de una gente culta y visionaria, que pensó en preservar algo para cuando ya no estuvieran en este mundo. El Museo del Oro, por ejemplo: Empezó en 1940 gracias a que el Banco de la Republica, compró una pieza de singular belleza, conocido como Poporo Quimbaya (un recipiente de cal). Fue un hallazgo arqueológico que, yo supongo, a algún directivo de entonces le dio por conservar y dar inicio con ella, a la vasta colección que hoy se conoce: según pude leer en algún sitio, esa primera colección llegó a tener 1749 piezas entre orfebrería, textiles, piedra y cerámica de los sitios arqueológicos más variados de Colombia; hoy sobrepasa las treinta y cuatro mil piezas, consideradas patrimonio de los colombianos y por lo tanto “intocables” (literalmente)
La historia ha ido poniendo orden en este crecer de una idea: Una sala privada de exposiciones se abrió en 1947, un museo más pequeño, pero público, se inauguró en 1959 y finalmente, el Banco comisionó la construcción de un edificio exclusivo para el Museo del Oro, al famoso arquitecto Colombiano German Samper Gnecco: una caja blanca que flota sobre mármoles y cristales sirve para guardar y mostrar la colección de orfebrería prehispánica más grande del mundo, entre muchas otras cosas.
Es increíble, de verdad. Está cuidado, protegido, mantenido y consentido como lo que exactamente es: una tacita de oro; y es, dentro de ese espacio urbano extraordinario que es el centro de Santa Fe de Bogotá, una visita que uno no puede perderse por ningún motivo. Si la colección es una maravilla, la museología es posiblemente más importante y el edificio “quita el hipo”. Como si eso no fuera suficiente, en los alrededores hay divertidos grupos de folclore colombiano representando las glorias prehispánicas (con mejor o peor suerte, para usted) y una “galería comercial” donde comprar replicas “amarillas” (puede que sean de tumbaga, una antigua aleación de oro y cobre) de muchas de las joyas que usted ve en el museo y tienen varios siglos de antigüedad. No se les escapa una, aunque estas últimas sean más divertidas que interesantes.
 
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LA CANDELARIA

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Las ciudades que logran abrirse un hueco en la memoria de las personas que las visitan, son esas que se han esmerado en meter bajo la alfombra lo que no sirve y engalanar el resto. Es mucho más sencillo de lo que muchas personas “cultivadas” creen. No hace falta hacer grandes estudios para saber que, quien va de paseo a algún sitio, lo hace buscando alguna sorpresa inesperada y alguna emoción inolvidable. Para eso, sólo hace falta ocuparse de la ciudad. Entender que las ciudades son el recipiente donde se contienen las vidas de la gente y por eso, se enferman, se recuperan, se duelen y se ponen bonitas algunas veces.
Eso creo que lo entendieron los bogotanos. Y lo expresaron de la mejor manera en ese barrio maravilloso llamado La Candelaria. Un remanso de vida, a imagen y semejanza de nuestros mayores, en el medio mismo del caos urbano que puede ser cualquier capital latinoamericana. Calles adoquinadas, aceras con brocales, casas de arquitecturas,  más que coloniales, pueblerinas, color, centros culturales, restauranticos baratones, panaderías francesas (voila!) museos, iglesias e historia. Todo encerrado en unas cuantas cuadras que se recorren con un gusto, como si fueran a llevarlo a uno al paraíso. Y me perdonan la cursilería del lugar común.
Es el barrio que está alrededor del centro histórico de Bogotá, es decir, es la génesis de la ciudad; génesis que hace un tiempo fue adoptada por una fundación urbana, que se dedicó a preservar cada adoquín con esfuerzo digno de gran causa. El resultado no puede ser mejor: Cierto es que,  aunque se le caiga el techo de su casa, usted no puede repararlo si no vienen a decirle como tiene que hacerlo (y cierto que eso puede ser muy fastidioso, sobre todo si el techo es el único que uno tiene) pero es la forma que consiguieron tirios y troyanos, para salvar ese pedazo de ciudad que podría haber desaparecido con el progreso y nos hubiera dejado rumiando la nostalgia de las casas caídas.
 
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